Nos está tocando vivir una época
donde la información fluye en todas direcciones y donde su ciclo de vida se
acorta siendo sustituida de inmediato por otras informaciones igual de fugaces.
Una información donde priman los aspectos cuantitativos frente a los
cualitativos. Así podemos ver que en el turismo internacional imperan los
rankings, los likes, indicadores, los tenedores, las estrellas, las espigas, todo
tipo de clasificaciones, datos de llegadas, inversiones, pernoctaciones, de
ofertas, mercados, conexiones, atractivos, establecimientos singulares, y todos ellos, traducidos en cifras.
En este escenario, cuando un destino
turístico sufre los efectos de la violencia e inseguridad tiende a auto
chequearse con mayor profundidad y asiduidad. Chequeo que se puede percibir,
salvo pequeños matices, en la actitud y reacción de la mayoría de los destinos
del planeta cuando viven con realidades violentas e inseguras.
Chequeo que conlleva la traslación
estratégica de ciertas realidades hasta convertirlas en cifras y datos muy
concretos. Con esa actitud se tiende a simplificar y a facilitar la comprensión
de los mensajes entre los mercados “sin que estos pierdan mucho tiempo en
interpretarlos”. Simplificación que desea orientar el interés de los turistas
hacia unos parámetros positivos y con ello solapar otras realidades. El uso de los
fríos números aplaca el desconcierto que produce la inseguridad, lo que permite
a los destinos considerar que pueden “llegar a compararse a otros con mejor
perfil”. Llegados a este punto, la necesidad de auto convencimiento entre los
responsables del destino es tan grande que, proyectar esas cifras y darlas como
absolutas, lo consideran como el mejor antídoto contra la violencia e
inseguridad.
Por ello, los destinos priman su
percepción e imagen frente a otros contenidos sociales y sectoriales en este
caso, a través del uso de estudios e informes numéricos. Parece que al sector
turístico no se le asigna otra misión que la de gestionar su propia reputación y
la de sus respectivos países. Y es que puede haber distintas maneras de
gestionar los destinos turísticos, su disposición ante la inseguridad, la forma
de medir y utilizar diferentes datos y cifras, el privilegiar otros criterios y
descripciones, etc.
Desde mi punto de vista el uso reiterado
de datos y cifras, no es más que otra expresión de la lucha por un mayor
protagonismo en torno a esa falta de políticas y recursos a la hora de apostar
por el desarrollo turístico y la seguridad. Gráficamente estas actividades de
proyección, en muchos casos inverosímiles, nos recuerdan el estrecho margen que
dispone el sector para poder defender sus intereses dentro de sus propios
países que, admiten el valor del turismo y la seguridad, pero que lo hacen de
una manera puramente testimonial.
Por lo tanto, superemos lo anecdótico
que supone el uso desmedido de las cifras a la hora de defender la realidad
condicionada de los destinos y, ubiquémoslo dentro de un contexto político y
social mucho más amplio y comprensible. Y veremos que la pertenencia a un país
inseguro que no es capaz de visualizar a un sector que sobrevive muy
condicionado por la violencia y sin apenas herramientas y políticas
transversales; no supone más que vivir con una permanente zozobra e
inestabilidad social y sectorial.
La existencia de ministerios
verticales como grandes compartimentos estanco, no les exime a los gobiernos de
tener que mejorar la seguridad en la actividad turística, lo que redundará en
la seguridad de su ciudadanía. No estamos hablando más que de otra “moderna
infraestructura o servicio” que beneficia al país y a su exportación
(turística).
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